SASTRE, ALFONSO
LOS MISTERIOS DE LA RISA
El primer animal que se echó a reír fue ya -por eso, por reírse- un ser humano. ¿Y qué fue lo que le provocó la risa a aquel buen animal en evolución? Desde luego, es de suponer que no fue una cosa, porque ni los árboles ni las piedras son muy cómicos, que nosotros sepamos. Seguro que lo hizo -reírse- ante otro animal, que se caería de un árbol o se rompería un dedo con una piedra (supongamos que fue en el neolítico superior). ¿O sea, que el hombre sería un animal perverso? Así parece, ante la evidencia de que los seres humanos sean capaces de reírse de las desdichas de los otros seres humanos. Cierto parece ser que en el fondo de lo cómico existe un componente sádico; y también que cuando se incorporó el componente masoquista a la risa es cuando apareció, en la historia humana, el humor.
A cualquiera se le ocurren cosas como ésta leyendo el último libro de Alfonso Sastre, Ensayo general sobre lo cómico, que resulta ser él mismo muy cómico, en varias de sus páginas. ¿Un libro teórico con el que uno se ríe a gusto? Es cosa rara, pero a veces -raras veces- ocurre.
Entre las muchas cuestiones que este libro plantea, algunas el autor pretende resolverlas con sus ideas, y acaso tenga razón; por ejemplo el asunto de si la comicidad y el humor son fenómenos distintos y en qué consiste su diferencia. Para este autor, se trata del mismo fenómeno, y lo que diferencia la risa y la sonrisa es una cuestión de grado: el humor -dice Sastre- es un fenómeno cómico de baja intensidad, y no otra cosa. Parece, dicho así, casi obvio, pero resulta que ha habido muchas opiniones en contra de esta sencilla idea, y que se ha lucubrado mucho al respecto. (Quizás la acción de pensar consista en replantearse las cuestiones del modo más sencillo y radical posible, y en echar muchos papeles y libros a la papelera antes de plantearse los problemas. No es éste el método de Sastre, que parte de multitud de libros y opiniones, para, eso sí, someter las opiniones teóricas anteriores a una crítica basada en sus propias experiencias, como una persona cualquiera que no sólo se ríe, sino que piensa en la risa, y que también, en esta caso, durante los últimos años ha escrito algunas obras decididamente cómicas para el teatro).
A la vista de lo que leemos en estas páginas, podemos suponer, pues, que aquel animal humano del paleolítico lo primero que hizo fue soltar una carcajada (ante alguna desdicha de su prójimo), y que luego tuvieron que pasar muchos años para que apareciera ese producto superior que sería la sonrisa, que ya fue una expresión muy avanzada y compleja en la historia de la humanidad que había empezado aquel lejano día de la primera carcajada ante un dedo espachurrado o una costalada, supongamos que no mortal.
Extraña cosa es la risa, viene a decirnos Sastre, y, desde luego, una cosa muy seria; y ciertamente ambigua, porque es cierto que llamamos con la misma palabra a la risa de las hienas (o a la de las carcajadas "sardónicas") y a las efusiones inocentes que surgen cuando unos amigos se divierten "haciendo unas risas", sin más ni más; a las risas de la alegría y a las que afloran, en un rostro torturado, "por no llorar".
En tan extenso libro se abordan muchos de estos problemas, y sobre todo el gran proyecto de hacer una teoría general válida para el fenómeno de lo cómico en el conjunto de sus manifestaciones, a lo largo de la historia.
No es lo menos notable del libro la revista que en él hace su autor de las distintas teorías que se han formulado desde los finales del siglo XIX hasta nuestros días. La documentación expuesta recoge el pensamiento ilustre de grandes autores como Lipps, Bergson, Freud o Pirandello, pero incide con más energía en una tesis posterior, la de Arthur Koestler, que este escritor llamó "bisociación", y que Sastre desarrolla con el término de "confluencia biserial". Ésta, aplicada a los más variados materiales cómicos, revela ser una hipótesis afortunada: Se produciría risa cuando dos series ajenas en la realidad de la vida confluyen, insólitamente, en un momento determinado.
Multitud de materiales somete el autor a esta prueba, y funciona bien, mientras que algunas hipótesis anteriores, como la de Bergson, de que lo cómico se produciría ante la vida mecanizada, siendo cierta -recordemos a Charlot apretando tuercas en Los tiempos modernos- resulta no abarcar el conjunto de lo cómico. Muy feliz es también la teoría de Jardiel Poncela, que transmitió verbalmente al autor, de que la verdad es cómica.
Merece la pena circular por estas páginas, que aparecen con una doble dedicatoria: al gran payaso que fue Charlie Rivel, y a Enrique Jardiel Poncela, cuya obra transitó desde el humor de sus primeras obras a la desalmada comicidad -"un teatro sin corazón"- posterior a la guerra de 1936-1939.