BELLOUR, RAYMOND
Deponer las armas. Dejar de deletrear, de resistir. Ceder. Tomar la decisión de dejarse ir y dejar, en el umbral, la matemática. Deponer la voluntad de ponerse en alguna parte; de ponerse un traje, una falda, unos zapatos. Deponerse. Algo parecido a confiar, a apagar las lámparas, a cerrar sin llave la puerta de casa. Irse de casa hacia no-sé-dónde, sin moverse de lugar, anclado a la experiencia como un árbol, suelto como un pájaro que no hace pie. Algo parecido al vértigo. Dejarse caer, al agua. La ropa doblada en la orilla, como si fuera un ábaco o un abecedario, un escudo modesto, una manera de sobrevivir. El cuerpo regresa a la infancia del cuerpo, donde la máquina duerme en el jardín, desconectada. Nadie sabe, cuando el cuerpo es niño, dónde está la máquina. La mano acaricia una imagen, sin preguntarse cómo fue posible. La imagen. Si nace de la mano que la toca, que la pulsa como si fuera la tecla de un raro estímulo nervioso, o si se ofrece a la mano que la busca sin poder, sin saber, asirla. El ojo desciende hacia la mano, se ovilla y se activa en la palma, abierta. La mano toca el cuerpo de la imagen, como quien se inclina a besar el agua. Raymond Bellour susurra que entraremos solos en el país del cine, sin nuestros hermanos pero junto a ellos: los otros liberados en estado de hipnosis, atravesados y rendidos ante la emoción tiernísima hecha daga, interpelados por un animal. ?ábrete, cine, para que pueda verte, a la luz del desastre y de la vela que llevo en la mano?. El escalpelo de Bellour examina la arquitectura de los pliegues, calibra la intensidad fantasmal de las ondas, baja para leer la génesis de una huella. Y el cuerpo del cine se inscribe en nuestro cuerpo, se imbrica y se trenza, hasta desvanecer el límite donde hubo, una vez, una pantalla.