BURGIO, ALBERTO
Nos esforzamos por ignorar que las manifestaciones de intolerancia que acompañan a las migraciones del Este de Europa y del Sur del Mediterráneo no son reaccciones accidentales; que las erupciones antisemitas -las profanaciones, los insultos, las intimidaciones, las agresiones- son síntomas graves de una patología profunda, crónica y grave: signos de una enfermedad congénita de la modernidad que hay que diagnosticar correctamente y remontar a su génesis. Todos somos, como hijos de la modernidad, herederos y partícipes del racismo, y no podemos excluirnos de su presencia sólo porque sintamos repugnancia por sus efectos. Tampoco podemos engañarnos pensando que será fácil deshacernos de él. El racismo responde a una exigencia ética arraigada en la conciencia moderna: romper la lógica racista no es sólo una cuestión de sentido común o de buena voluntad. Como el colonialismo, como la esclavitud o el nacionalismo, el racismo es un ingrediente fundamental de la modernidad. Sólo descubriendo sus profundas raíces será posible nutralizar lo que lo mantiene vivo: la razón racista.